martes, 24 de mayo de 2011

Algunos somos comunistas

De #Spanishravolution nace esta reflexión. Carlos Fernández Liria explica que ante el caos ocasionado por el capitalismo en el mundo, deberá imponerse el sentido común que le permita a los seres humanos reestablecer la armonía entre sus relaciones y entre la sociedad y la naturaleza.



Algunos somos comunistas

de Carlos Fernández Liria

 
 
Entre los indignados antisistema de la Puerta del Sol, por lo menos algunos, somos comunistas.


Lo de ser antisistema no necesita ya de justificación. En estos días se ha explicado, además, con fórmulas muy afortunadas: “no es que seamos antisistema”, ha dicho alguien, “es que el sistema es antinosotros”. Hubo otro que terminó un discurso incendiario en la manifestación diciendo que “en resumen, lo que pedimos es ¡un poco de sentido común!”. No se podía decir mejor. Esto que estamos viviendo, a nivel mundial y a nivel nacional, es una salvajada, un disparate, un chiste cruel, una broma brutal, un sarcasmo, una tomadura de pelo, un crimen. Desde que en los años ochenta comenzó la revolución de los ricos contra los pobres, el capitalismo rueda sin frenos hacia el abismo a un ritmo acelerado. Y nos arrastra a todos con él. Tiene toda la razón Naomi Klein al diagnosticar nuestro sistema económico como un capitalismo del desastre. Los negocios ya no funcionan bien más que en condiciones sociales de catástrofe. Lo decía hoy Ignacio Escolar: ¿de verdad que alguien necesita que se le expliquen las causas de las protestas? No, lo raro es que no hayan estallado antes.


El sistema es ya tan revolucionario (de extrema derecha, pero revolucionario, al fin y al cabo), que los antisistema nos hemos vuelto conservadores. Los “jóvenes sin futuro” que salieron a la calle el 7 de abril no pedían la Luna. No gritaban “la imaginación al poder” ni nada parecido. La moderación de sus reivindicaciones (casa, salud, trabajo, pensión) contrastaba con la radicalidad de su posible solución: “an-ti-ca-pi-ta-lis-ta” fue el grito que más se oyó. Y de los que más siguen resonando ahora en la Puerta del Sol y en todo el Estado. Para ser moderado, para conservar una pizca de sentido común, actualmente hay que ser antisistema. En cambio, los apologetas del capitalismo se prestan a cualquier locura revolucionaria. Para salvar la economía huyen hacia adelante dispuestos a sacrificar la humanidad e destruir el planeta. Como dijo Walter Benjamin, pero mucho más que cuando él lo dijo, lo que necesitamos es un freno de emergencia. Necesitamos parar esta demencia criminal.


Benjamin pensaba que ese freno de emergencia era el comunismo. Y algunos, bastantes, lo seguimos pensando. Cuando al comienzo de la crisis se dijo que el capitalismo había fracasado y que había que inventar otra cosa, cuando lo decían quienes lo decían, en los telediarios, en la prensa más canalla del país, uno se preguntaba a qué diablos se estaban refiriendo. La receta contra la crisis, al final, ha sido más y más capitalismo. Y en verdad, no es extraño, porque el capitalismo es un sistema económico muy poco flexible, para el que no caben medias tintas. Inventar otra cosa habría sido reinventar lo que ya estaba inventado, el comunismo. Lo que parece cada vez más difícil es empeñarse en ser anticapitalistas esquivando esa palabra maldita.


Bien es verdad que no todos le hacen ascos al término. Hace pocos meses estuvo el filósofo Jacques Rancière en la Universidad Complutense, explicando que asistimos a un imparable resurgir del comunismo. Lo mismo vienen a plantear otras autoridades intelectuales como Badiou, Zizek o Negri. Y bueno, es cierto que sus lectores, entre nosotros, nos entendemos muy bien (aunque unos menos que otros, desde luego). Pero algo de razón tenía el profesor Jose Luis Pardo en una reciente conferencia al quejarse de que, un poco fuera de la parroquia, no hay forma de entender el contenido que tan insignes filósofos le dan a el término “comunismo”, fuera de algunos tópicos en los que se alude a una forma de “vida comunitaria” que remite a Francisco de Asís (como al final de Imperio de Negri), a una “democracia efectiva” o “radical”, a un “poder de las masas”o de la “multitud”, un “sin Estado, ni Ley”, es decir, fórmulas demasiado negativas, vacías y generales, más propias de un programa religioso que político.


Y sin embargo, no estamos ante un misterio insondable. Lo que necesitamos contra el capitalismo es algo muy concreto: una alteración radical en la propiedad de los medios de producción que haga posible a la instancia política ejercer un control democrático sobre la producción en el marco de una economía institucionalizada. El capitalismo actual esta institucionalizado y dirigido políticamente por corporaciones que no obedecen a ningún poder legislativo, al margen de cualquier control democrático. Nuestras democracias son libres de todo en una condiciones en las que no hay nada que hacer. Casi todo lo que afecta sustancialmente a la vida de las personas viene decidido por poderes económicos que negocian en secreto y actúan en la sombra chantajeando a todo el cuerpo social. Un pestañeo de los llamados mercados basta actualmente para anular el trabajo legislativo de generaciones enteras. No hay leyes, ni constituciones que puedan resistirse a la dictadura ciega de los poderes financieros. Es el Cuarto Reich. Los nuevos nazis no son menos totalitarios que los anteriores, pero, además, están mucho más locos. Como ha dicho Naomi Klein, los mercados tienen el carácter de un niño de tres años. Sus rabietas viajan en tiempo real conmocionando el planeta. Ni Nerón, ni Calígula estaban tan locos ni eran tan imprevisibles.


Lo que plantea el comunismo es que la economía no puede institucionalizarse democráticamente, sometiéndose al poder legislativo, sin suprimir la propiedad privada sobre los medios de producción, es decir, sobre las condiciones de existencia de la población. Lo sabemos por experiencia y lo sabemos también en la medida en que la economía marxista explica muy plausiblemente por qué es así.


Así pues, el misterio se puede aclarar. “Comunismo” es, en realidad, exactamente lo que pretenden ser (sin lograrlo en absoluto) nuestras orgullosas democracias constitucionales. Ya es difícil negar -cada vez hay más gente que abre los ojos- que lo que hemos venido llamando “democracias” no son sino dictaduras económicas ataviadas con una fachada parlamentaria. Lo que frente a ello llamamos “comunismo” no es, sin embargo, más que aquello que pretendíamos ser: democracias parlamentarias en las que las leyes pueden someter a los poderes económicos. Es absurdo plantear que el parlamento puede legislar lo que ya siempre se ha decidido de antemano en la Bolsa. La cosa está cada vez más clara: las leyes no pueden hablar por favor a los negocios, tienen que imponerse coactivamente. Pero para eso tienen que tener la sartén por el mango. Y el mango son los medios de producción.


Respecto a qué tenga que ver todo esto con aquello que se llamó “socialismo real”, hay que decir que mucho, siempre y cuando se deshagan algunos espejismos. Por ejemplo: siempre y cuando no llamemos “socialismo real” sólo a lo que se dio en aquellos países que lograron resistir algo de tiempo (entre cinco y setenta años) la agresión imperialista, sino también a todos los proyectos socialistas, comunistas o anarquistas que fueron derrotados mediante golpes de Estado, invasiones militares, bloqueos económicos, etc. El que los países socialistas no hayan sido democráticos puede significar tan solo que no hay ningún país en guerra que pueda permitirse el lujo de la democracia. De hecho, los que lo intentaron, sucumbieron bien pronto. Como ya he dicho muchas veces, el socialismo nunca pudo optar entre Allende o Fidel Castro. Era o Castro vivo, o Allende muerto.


Pensemos en las iniciativas que están proponiendo juzgar a los poderes financieros, especialmente a las agencias de evaluación de deuda. No cabe duda de que estas instituciones están jugando con el destino de la población mundial para hacer sus propios negocios privados. Ahora bien, estas iniciativas, si quieren tomarse en serio, tendrán que enfrentarse tarde o temprano al dilema de exigir algo equivalente al viejo concepto comunista de “dictadura del proletariado”. Es una total ingenuidad creer que los poderes económicos van a doblegarse a la autoridad del poder judicial, cuando no se doblegan ni ante el poder ejecutivo ni ante el poder legislativo. Sin asegurarse el monopolio en el ejercicio de la violencia, la democracia no tienen ninguna posibilidad de hacerse oír. Cómo hacer esto posible, eso sí que es un problema difícil de resolver. Y no qué debamos entender bajo el término “comunismo”.


En todo caso, hay que comenzar por algún sitio. Comenzar por el kilómetro cero de la Puerta del Sol es una excelente idea. No se trata, en efecto, de pedir la Luna, ni siquiera de pedir el comunismo. Eso ya vendrá por sí mismo cuando se entienda lo difícil que es el liso y llano sentido común en un mundo como este. Cuando para tener casa o trabajo hay que ser antisistema, las cartas están echadas.


Por eso conviene que pidamos cosas muy de sentido común. Por ejemplo: permaneceremos en la Puerta del Sol mientras que, en primer lugar, no se cambie la Ley Electoral. No se trata solo de acabar con el bipartidismo. Se trata también de acabar con ese cáncer de la democracia que es la propaganda electoral, de exigir al Estado verdaderos espacios de comunicación para que la ciudadanía pueda hacer oír sus argumentos políticos (que, como cualquiera puede comprobar en los medios alternativos de Internet, son muchos, inteligentes y poderosos). Se trata de acabar con ese espectáculo indigno y grotesco de las actuales campañas electorales, aunque solo sea porque ofenden a la inteligencia y denigran al género humano.


En segundo lugar, es necesario permanecer movilizados mientras no se arbitren las medidas judiciales para juzgar a los culpables de este desastre humano en el que nos vemos sumidos. Muchos banqueros, muchos accionistas, muchos políticos, muchos financieros tienen que acabar en la cárcel. Si no, más nos vale suprimir el Ministerio de Justicia.


Luego, habrá que pasar a otras urgencias. Es preciso parar los deshaucios. Expropiar las viviendas vacías. Socializar los beneficios bancarios y privatizar sus pérdidas. Quizás se podría promover una iniciativa internacional para que los cascos azules ocupen militarmente los paraísos fiscales... Ideas no nos van a faltar. Lo del comunismo ya se entenderá por el camino.



viernes, 20 de mayo de 2011

Pablo Neruda fue asesinado



Cuando lo leímos nos impactó. Supongo que era más fácil imaginar que la fragilidad de un hombre sensible es lo que ocasionó su muerte. Era un poeta, lo fue hasta en su drama final. Sin embargo, este final tampoco es díficil de creer. Un Pablo Neruda, vivo, luchando contra el fascismo en Chile como lo hizo antes en España, era un riesgo que el imperialismo no se podía permitir. 

DT



Pablo Neruda fue asesinado



Francisco Marín

Proceso





Todo estaba dispuesto para que el poeta y premio Nobel de Literatura Pablo Neruda se exiliara en México. Había viajado de su casa en Isla Negra a Santiago de Chile y un avión enviado por el gobierno mexicano estaba listo para recogerlo. Sin embargo, tuvo que ser internado en la clínica Santa María. Avisó por teléfono a su mujer, Matilde Urrutia, y a su asistente Manuel Araya que un médico le había puesto una inyección en el estómago. Unas horas después murió. Araya –quien estuvo al lado del poeta en sus últimos días– cuenta a Proceso un secreto que lo ahoga: el poeta “fue asesinado”.



El poeta chileno Pablo Neruda “supo a las cuatro de la madrugada (del 11 de septiembre de 1973) que había un golpe de Estado. Se enteró a través de una radio argentina que captaba por onda corta. Ésta informaba que la marina se había sublevado en Valparaíso.



“Trató de comunicarse a Santiago, pero fue imposible. El teléfono estaba fuera de servicio. Recién como a las nueve de la mañana confirmamos que el golpe se había concretado. (…) Ese 11 de septiembre fue un día caótico y amargo porque no sabíamos qué iba a pasar con Chile y con nosotros.”



Manuel Araya Osorio habla de Neruda con la familiaridad de quien ha compartido momentos cruciales con un personaje histórico. Y sí. Fue asistente del poeta desde noviembre de 1972 –cuando regresó de Francia– hasta su muerte el 23 de septiembre de 1973.



El corresponsal se reunió con este personaje el pasado 24 de abril en el puerto de San Antonio. La entrevista se llevó a cabo en la casa del dirigente de los pescadores artesanales chilenos Cosme Caracciolo, a quien Araya le pidió ayuda para develar un secreto que lo ahogaba: “Lo único que quiero antes de morir es que el mundo sepa la verdad, que Pablo Neruda fue asesinado”, asegura a Proceso.



Sólo el diario El Líder, de San Antonio, dio cuenta parcial de su versión el 26 de junio de 2004. Pero no trascendió por la poca influencia de este medio.



Araya afirma que siempre ha querido que se haga justicia. Cuenta que el 1 de mayo de 1974 le propuso a Matilde Urrutia, viuda de Neruda, aclarar esa muerte. Ambos fueron testigos de sus últimas horas: durmieron, comieron y convivieron en la misma habitación a partir del golpe del 11 de septiembre de 1973 y hasta la muerte del poeta, 12 días después, en la clínica Santa María de Santiago.



Pero Araya afirma que Matilde –quien murió en enero de 1985– no quiso tomar acción alguna para fincar eventuales responsabilidades. Según él, Urrutia le dijo: “Si inicio un juicio me van a quitar todos los bienes”. Araya cuenta que en otra ocasión tuvieron una discusión que marcó un quiebre final en su relación con la viuda. “Me dijo que lo que había pasado era cosa de ella y no mía, porque yo ya había terminado de laborar con Pablo, ya no era trabajador y no teníamos nada que ver”.



“Neruda quería que cuando muriera, la casa de Isla Negra quedara para los mineros del carbón (…) Pero la fundación (Pablo Neruda) se apropió de su obra y no ha concretado ninguno de sus sueños. A ellos (los directivos de la fundación) sólo les interesa el dinero”, espeta.



Afirma que hace dos años le entregó a Jaime Pinos, entonces director de la Casa Museo de Isla Negra, de la fundación, un relato sobre los últimos días del poeta. “Pero no han hecho nada con esa información, ni siquiera la han dado a conocer. No quieren que la verdad se sepa (…) Nunca me han dado la palabra en los actos que organizan ni siquiera en las conmemoraciones de su muerte”.



Araya proviene de una familia de campesinos de la hacienda La Marquesa, cerca de San Antonio. Cuando tenía 14 años fue acogido en Santiago por la dirigente comunista Julieta Campusano, quien le dio trato de ahijado.



Este vínculo le ayudó, pues Campusano llegó a ser senadora y la mujer más influyente del Partido Comunista, y gestionó que Araya recibiera una preparación especial en seguridad e inteligencia, entre otras materias. Araya escaló rápido. Fue mensajero personal de Allende antes de fungir como principal asistente de Neruda.



Araya, quien hacía de chofer, mensajero y encargado de seguridad de Neruda, acepta que el autor de Canto general tenía cáncer de próstata, pero no cree que esa enfermedad lo matara. Asegura que dicho padecimiento “estaba controlado” y que Neruda “gozaba de buena salud, con los achaques propios de una persona de 69 años”.



“Abandonados”



Araya dice que después del golpe del 11 de septiembre, Neruda, su mujer y el resto de los habitantes de la casa de Isla Negra quedaron “solos y abandonados”. El contacto con el mundo exterior se reducía a las noticias que les llegaban a través de una pequeña radio que Neruda sintonizaba, a las esporádicas conversaciones telefónicas de un aparato que sólo recibía llamadas y a lo que les contaban en la hostería Santa Elena, cuya dueña “era de derecha y sabía todo lo que pasaba”.



Cuenta que el 12 de septiembre llegó un jeep con cuatro militares. “Todos llevaban los rostros pintados de negro. Yo salí a recibirlos. (...) El oficial me preguntó quiénes estaban en la casa. Le tuve que decir que en ese momento estaban Cristina, la cocinera; la hermana de ésta, Ruth; Patricio, que era jardinero y mozo; Laurita (Reyes, hermana de Neruda); la señora Matilde, Pablito (Neruda) y yo.



“El oficial nos señaló que en el domicilio no podía quedar nadie más que Neruda, Matilde y yo. Entonces tuvimos que arreglárnoslas entre los tres: dormíamos en la recámara matrimonial que estaba en el segundo piso. Yo dormía sentado en una silla, arropado con un chal. Lo hacía para estar más cerca de Neruda, porque no sabíamos lo que nos iba a pasar.”



El 13 de septiembre, cerca de las 10 de la mañana, los militares allanaron la casa. Araya dice que eran como 40 soldados que venían en tres camiones. Iban armados con metralletas, con las caras pintadas de negro y uniforme de camuflaje. Vestidos y pertrechados “como si fueran a la guerra”.



Recuerda: “Entraban por todos lados: por la playa, por los costados (…) Salí al patio para preguntar qué querían. Hablé con el oficial que daba las órdenes. Me dijo que abriera todas las puertas. Mientras revisaban, destruían y robaban, los militares preguntaban si había armamento, si teníamos gente escondida adentro, si ocultábamos a líderes del Partido Comunista (…) Pero no encontraron nada. Se fueron callados. No pidieron ni perdón. Se sentían dueños y señores del sistema. Tenían el poder en las manos”.



Añade que como a las tres de la tarde, poco después de que se habían ido los soldados, llegaron marinos. “Estuvieron más de dos horas. También allanaron la casa y robaron cosas. Registraban con detectores de metales. (...) La señora Matilde me contó que el mandamás de los marinos entró al dormitorio de Neruda y le dijo: ‘Perdón, señor Neruda’. Y se fue”.



Araya recuerda que durante varios días la marina puso un buque de guerra frente a la casa del poeta. “Neruda decía: ‘Nos van a matar, nos van a volar’. Y yo le decía: ‘Si nos tenemos que morir, yo voy a morir en la ventana primero que usted’. Lo hacía para darle valor, para que se sintiera acompañado. Entonces le dijo a la señora Matilde: ‘Patoja –que así la nombraba–: mire el compañero, no nos va a abandonar, se va a quedar aquí’”.



Araya cuenta que conversaciones de ese tipo tenían lugar en la pieza del matrimonio: ellos acostados y él sentado a los pies de la cama. “Nos preguntábamos que haríamos nosotros solos. Pensábamos que a Neruda lo iban a asesinar. Entonces, resolvimos que la única opción era salir del país”.



El viaje



Araya narra que Neruda le dijo que su plan era instalarse en México y una vez en ese país pedir “a los intelectuales y a los gobiernos del mundo entero ayuda para derrocar a la tiranía y reconstruir la democracia en Chile”.



Rememora: “Desde la hostería Santa Elena –a menos de 100 metros de la casa de Isla Negra– nos comunicamos con las embajadas de Francia y México. La de México se portó un siete (nota máxima en el sistema educativo chileno). El embajador (Gonzalo Martínez Corbalá) se movilizó para ayudarnos. Creo que el 17 de septiembre nos llamó para decirnos que se había conseguido una habitación en la clínica Santa María. Allí deberíamos esperar la llegada de un avión ofrecido por el presidente Luis Echeverría”.



El problema era trasladar al poeta a la clínica. “Con Neruda y Matilde pensamos que la mejor y más segura manera de llegar hasta allá era en una ambulancia. Mi misión era conseguirla. Viajé a Santiago en nuestro Fiat 125 blanco y pude arrendar una ambulancia. (...) Recuerdo que ofrecí como seis veces más de lo que me cobraban para asegurar que efectivamente fueran a buscarnos. Acordamos que fueran el 19, porque ese día la clínica tendría todo dispuesto para recibir a Pablito.



“Llega el 19 y solicitamos a Tejas Verdes (el regimiento militar de la provincia de San Antonio) permiso para trasladar a Neruda. Me dijeron: ‘No estamos dando salvoconductos, menos a Neruda’. A pesar de la negativa decidimos partir. La ambulancia entró hasta la puerta que daba a la escalera de su dormitorio. (...) Al salir se despidió de su perrita Panda, se subió a la ambulancia y se acostó en la camilla. Neruda y Matilde se fueron en la ambulancia. Yo los seguí muy de cerca en el Fiat.”



“El viaje fue triste, caótico y terrible. Nos controlaban cada cuatro o cinco kilómetros, parecía imposible llegar a nuestro destino. Imagínese que salimos a las 12:30 y llegamos a las 18:30 a la clínica (distante poco más de 100 kilómetros de Isla Negra).



“En Melipilla fue el control más maldito. Allí Neruda vivió el momento más terrible. (...) Los militares lo bajaron de la ambulancia y le registraron el cuerpo y la ropa. Decían que buscaban armas. Él pedía clemencia, decía que era un poeta, un premio Nobel, que había dado todo por su país y que merecía respeto. Para ablandar sus corazones les decía que iba muy enfermo, pero las humillaciones continuaban. En un momento lloramos los tres tomados de la mano porque creíamos que así iba a ser nuestro fin.”



Finalmente la ambulancia llegó a la clínica tres horas más tarde de lo acordado. “Como llegamos muy cerca de la hora del toque de queda, no pudimos hacer nada más que quedarnos todos en la clínica a dormir (…)



“El embajador Martínez Corbalá fue a vernos al día siguiente. Y también el francés, que nunca supe cómo se llamaba. También recibimos la visita de Radomiro Tomic y Máximo Pacheco (dirigentes democratacristianos), de un diplomático sueco, y de nadie más.”



La inyección misteriosa



Araya dice que los primeros días en la clínica transcurrieron sin sobresaltos. El 22 de septiembre, la embajada de México avisó que el avión dispuesto por su gobierno tenía programado salir de Santiago rumbo a México el 24 de septiembre. Le comunicó además que el régimen militar había autorizado su salida.



“Entonces Neruda nos pidió a mí y a Matilde que viajáramos a Isla Negra a buscar sus cosas más importantes, entre éstas sus memorias inconclusas. Creo que eran Confieso que he vivido. Al día siguiente –23 de septiembre- partimos temprano hacia la casa de Isla Negra. (...) Dejamos a Neruda muy bien en la clínica, acompañado por su hermana Laurita, que llegó ese día a acompañarlo.”



Asegura que Neruda estaba “en excelente estado, tomando todos sus medicamentos. Todos eran pastillas, no había inyecciones. Nosotros nos preocupamos de recoger todo lo que nos indicó. Estábamos en eso cuando Neruda nos llamó como a las cuatro de la tarde a la hostería Santa Elena, donde le dieron el recado a Matilde, quien devolvió la llamada. Neruda le dijo: ‘Vénganse rápido, porque estando durmiendo entró un doctor y me colocó una inyección’.



“Cuando llegamos a la clínica, Neruda estaba muy afiebrado y rojizo. Dijo que lo habían pinchado en la guata (el estómago) y que ignoraba lo que le habían inyectado. Entonces le vemos la guata y tenía un manchón rojo.”



Araya recuerda que momentos después, cuando se estaba lavando la cara en el baño, entro un médico que le dijo: “Tiene que ir a comprarle urgente a don Pablo un remedio que no está en la clínica”.



Fue a comprar el medicamento y Neruda se quedó con Matilde y Laurita. “En el trayecto me siguieron sin que yo me diera cuenta. El médico antes me había dicho que el medicamento no se encontraba en el centro de Santiago, sino en una farmacia de la calle Vivaceta o Independencia. Cuando salí por Balmaceda para entrar a Vivaceta aparecieron dos autos, uno por detrás y otro por delante. Se bajaron unos hombres y me pegaron puñetazos y patadas. No supe quiénes eran. Me cachetearon harto y luego me pegaron un balazo en una pierna.



“Después de todo lo que me pegaron terminé muy mal herido en la comisaría Carrión, que está por Vivaceta con Santa María. Luego me trasladaron al estadio Nacional donde sufrí severas torturas que me dejaron a un paso de la muerte. El cardenal Raúl Silva Henríquez logró sacarme de ese infierno. Por eso estoy vivo.”



Neruda murió a las 22:00 horas en su habitación –la número 406– de la clínica Santa María.



Consultado por Proceso, el director de archivos de la Fundación Neruda, Darío Oses, dio a conocer la posición de esta institución respecto de la muerte del poeta:



“No hay una versión oficial que maneje la fundación. Ésta se atiene a los testimonios de personas cercanas a Neruda en el momento de su muerte y de biógrafos que manejaron fuentes confiables. Hay bastantes coincidencias entre las versiones de Matilde Urrutia en su libro Mi vida junto a Pablo, la de Jorge Edwards en Adiós poeta y la de Volodia Teitelboim en su biografía Neruda. La causa de muerte fue el cáncer. Uno de los médicos que lo trataba, al parecer el doctor Vargas Salazar, le había advertido a Matilde que la agitación que le producía al poeta el enterarse de lo que estaba ocurriendo en Chile en ese momento podía agravar su estado. A esta situación también contribuyeron el allanamiento de su casa (...) y el traslado en ambulancia (...) con controles y revisiones militares en el camino.”



Pero Manuel Araya dice no tener duda alguna: “Neruda fue asesinado”. Y sostiene que la orden vino de Augusto Pinochet: “¿De qué otra parte iba a salir?”.






Tomado de: 
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=128209&titular=pablo-neruda-fue-asesinado-